LA NOSTALGIA
Mis breves palabras de hoy
tienen que ver con la nostalgia. Pero no
con la nostalgia imprecisa que nos evocan ciertos olores o sabores o sonidos o
situaciones, ciertas sensaciones que se alojan en rincones de nuestra historia
personal, que percibimos porque son parte de nuestras vivencias. Esta nostalgia no es constante, ni buscada,
tampoco pretende suplantar la realidad y a lo sumo nos recuerda que hemos vivido
y somos consecuencia de nuestra trayectoria emocional.
De modo que para nada me
opongo a la nostalgia a la que me he referido. Pero sí me opongo a la otra nostalgia, la que
considero nociva y paralizante. La que declara que “todo tiempo pasado fue mejor”
o “quién pudiese volver a tener diecisiete años” o “quién pudiese recuperar la
feliz inocencia de la infancia” o “reencontrar las sensaciones del primer
amor”…
Porque “todo tiempo pasado
fue mejor” significa que siempre el presente es peor y esto no puede ser así,
pues algunas cosas pueden empeorar pero, seguramente, otras habrán mejorado o,
mejor dicho, evolucionado positivamente. Pero,
claro, la evolución del medio, de los criterios, de la sociedad que nos
rodea, exige nuestra adaptación y por consiguiente nuestro esfuerzo para
enfrentar lo nuevo y aprovechar o rechazar lo que nos es afín o no. Debemos transformarnos en muchos aspectos para
bien y oponernos a todo aquello que nos parezca involutivo, y para esto debemos
analizar, comprometernos, arriesgarnos y decidir.
El anhelo de “volver a los
diecisiete” me parece aún más insensato, considerando que por entonces
sufríamos todos los percances de la adolescencia, acné juvenil incluido, no
sabíamos muy bien qué hacer con nuestro cuerpo que se transformaba sin pedirnos
permiso, y mucho menos con nuestros pensamientos que se agitaban desbocados en
direcciones opuestas provocándonos mil y una colisiones existenciales.
Ya pretender recuperar la
feliz inocencia de la infancia me parece una regresión disparatada. Primero, porque no es fácil saber cuál ha sido
nuestro grado de felicidad infantil, sobre todo el anterior a los siete añitos;
después, porque eso de sufrir un ataque de llanto alimenticio cada tres o
cuatro horas debe ser sumamente estresante, ni que decir sobre los
impresentables pañales, las irritaciones, el talquito y las cremitas
consabidas… Y además, los parientes siempre dispuestos a agitarnos, manosearnos,
hablarnos con voces y palabras tontas, suponiendo que les debemos prestar
atención en todo momento como si tuviesen alguna gracia. Siempre recuerdo a
unas tías que me pellizcaban los pómulos con un amor persistente e insufrible,
para después aturdirme con la metralla de sus besos húmedos sin pedirme
permiso.
Por último, reencontrarnos
con las sensaciones del primer amor no debe ser lo más entretenido cuando ya
hemos experimentado, al menos, un poco el mundo de los sentimientos y afinamos
algo nuestra manera de expresión sexual. ¡Qué aburrido volver a los tanteos,
las dudas, los temores, las improvisaciones y las precipitaciones más
elementales!
¡No!, esta clase de
nostalgia no es para mí…
¡No!, estoy orgulloso de
haber crecido, de haber evolucionado a pesar de obstáculos y desaciertos.
Acepto y valoro mi hoy, la imagen que me devuelve el espejo, las huellas de
haber vivido, haber sentido y continuar sintiendo y viviendo dispuesto siempre
a cambiar, a transformarme, a encontrar nuevos estímulos hasta el seguro final.
Sin nostalgia o con la justa, sin
permitir que el pasado paralice mi presente y mucho menos mi futuro que trato
de construir día a día, siempre con esfuerzo.
Damas y caballeros la vida
es hoy, ahora, en este preciso momento. Ayer ya pasó, mañana aún no existe.
Seamos en cada momento. Sintamos,
amemos, sorprendámonos a cada momento.
No perdamos nunca la
curiosidad mientras la vida palpite en nosotros, por encima de conflictos y
frustraciones ella nos reclama. Aprendamos y disfrutemos aunque muchas veces
resulte difícil. Pero volver al biberón,
al acné, a los torpes achuchones, en definitiva, volver a resucitar el pasado,
mejor no. Hoy nos espera la vida.
Manoel de Oliveira
El personaje que he
elegido para destacar es el director de cine portugués MANOEL DE OLIVEIRA. Nacido en Oporto en 1908 es, a sus 106 años, el
realizador cinematográfico más prestigioso y afamado de Portugal aún en activo,
pues filmó su última película en 2012.
Creador personalísimo, con
un estilo propio que no admite comparaciones, ha dirigido entre 1931 y la
actualidad más de 40 títulos como “Los caníbales” (1988), “La Divina Comedia”
(1991), “El Valle de Abraham” (1993), “La carta” (1999) o “Una película
hablada” (2003), contando en sus repartos con los mejores actores y actrices
del cine europeo que compiten entre sí para poder actuar en los proyectos de
Oliveira.
Les he hablado del
cineasta portugués Manoel de Oliveira, un hombre comprometido con la vida, en
constante búsqueda personal, que no pierde la curiosidad, que no entiende la
edad en función de comportamientos rígidos, que hace lo que siente y no se
plantea jubilarse de nada.
Un hombre comprometido con
el cambio que todos necesitamos para crear un mundo mejor.
Los relatos breves de hoy son
del escritor argentino JULIO CORTÁZAR, nacido en Bruselas en 1914 y fallecido
en París en 1984; célebre por obras como “Bestiario” (1951), “Las armas
secretas” (1958), “Historias de cronopios y de famas” (1962), “Rayuela” (1964),
“Libro de Manuel” (1973) o “Salvo el crepúsculo” (1984).
INSTRUCCIONES PARA SUBIR UNA
ESCALERA
Nadie habrá dejado de observar que con frecuencia el suelo se pliega de
manera tal que una parte sube en ángulo recto con el plano del suelo, y luego
la parte siguiente se coloca paralela a este plano, para dar paso a una nueva
perpendicular, conducta que se repite en espiral o en línea quebrada hasta
alturas sumamente variables. Agachándose y poniendo la mano izquierda en una de
las partes verticales, y la derecha en la horizontal correspondiente, se está
en posesión momentánea de un peldaño o escalón. Cada uno de estos peldaños,
formados como se ve por dos elementos, se sitúa un tanto más arriba y adelante
que el anterior, principio que da sentido a la escalera, ya que cualquier otra
combinación producirá formas quizá más bellas o pintorescas, pero incapaces de
trasladar de una planta baja a un primer piso.
Las escaleras se suben de frente,
pues hacia atrás o de costado resultan particularmente incómodas. La actitud
natural consiste en mantenerse de pie, los brazos colgando sin esfuerzo, la
cabeza erguida aunque no tanto que los ojos dejen de ver los peldaños
inmediatamente superiores al que se pisa, y respirando lenta y regularmente.
Para subir una escalera se comienza por levantar esa parte del cuerpo situada a
la derecha abajo, envuelta casi siempre en cuero o gamuza, y que salvo
excepciones cabe exactamente en el escalón. Puesta en el primer peldaño dicha
parte, que para abreviar llamaremos pie, se recoge la parte equivalente de la
izquierda (también llamada pie, pero que no ha de confundirse con el pie antes
citado), y llevándola a la altura del pie, se le hace seguir hasta colocarla en
el segundo peldaño, con lo cual en éste descansará el pie, y en el primero
descansará el pie. (Los primeros peldaños son siempre los más difíciles, hasta
adquirir la coordinación necesaria. La coincidencia de nombre entre el pie y el
pie hace difícil la explicación. Cuídese especialmente de no levantar al mismo
tiempo el pie y el pie.)
Llegado en esta forma al segundo
peldaño, basta repetir alternadamente los movimientos hasta encontrarse con el
final de la escalera. Se sale de ella fácilmente, con un ligero golpe de talón
que la fija en su sitio, del que no se moverá hasta el momento del descenso.
TÍA EN DIFICULTADES
¿Por qué tendremos una tía tan temerosa de caerse de
espaldas? Hace años que la familia lucha para curarla de su obsesión, pero ha
llegado la hora de confesar nuestro fracaso. Por más que hagamos, tía tiene
miedo de caerse de espaldas; y su inocente manía nos afecta a todos, empezando
por mi padre, que fraternalmente la acompaña a cualquier parte y va mirando el
piso para que tía pueda caminar sin preocupaciones, mientras mi madre se esmera
en barrer el patio varias veces al día, mis hermanas recogen las pelotas de
tenis con que se divierten inocentemente en la terraza y mis primos borran toda
huella imputable a los perros, gatos, tortugas y gallinas que proliferan en
casa. Pero no sirve de nada, tía sólo se resuelve a cruzar las habitaciones
después de un largo titubeo, interminables observaciones oculares y palabras
destempladas a todo chico que ande por ahí en ese momento. Después se pone en
marcha, apoyando primero un pie y moviéndolo como un boxeador en el cajón de
resina, después el otro, trasladando el cuerpo en un desplazamiento que en
nuestra infancia nos parecía majestuoso, y tardando varios minutos para ir de
una puerta a otra. Es algo horrible.
Varias veces la familia ha
procurado que mi tía explicara con alguna coherencia su temor a caerse de espaldas.
En una ocasión fue recibida con un silencio que se hubiera podido cortar con
guadaña; pero una noche, después de un vasito de hesperidina, tía condescendió
a insinuar que si se caía de espaldas no podría volver a levantarse. A la
elemental observación de que treinta y dos miembros de la familia estaban
dispuestos a acudir en su auxilio, respondió con una mirada lánguida y dos
palabras: «Lo mismo». Días después mi hermano el mayor me llamó por la noche a
la cocina y me mostró una cucaracha caída de espaldas debajo de la pileta. Sin
decirnos nada asistimos a su vana y larga lucha por enderezarse, mientras otras
cucarachas, venciendo la intimidación de la luz, circulaban por el piso y
pasaban rozando a la que yacía en posición decúbito dorsal. Nos fuimos a la
cama con una marcada melancolía, y por una razón u otra nadie volvió a
interrogar a tía; nos limitamos a aliviar en lo posible su miedo, acompañarla a
todas partes, darle el brazo y comprarle cantidad de zapatos con suelas
antideslizantes y otros dispositivos estabilizadores. La vida siguió así, y no
era peor que otras vidas.
POSIBILIDADES DE LA
ABSTRACCIÓN
Trabajo desde hace años en
la Unesco y otros organismos internacionales, pese a lo cual conservo algún
sentido del humor y especialmente una notable capacidad de abstracción, es
decir, que si no me gusta un tipo lo borro del mapa con sólo decidirlo, y
mientras él habla y habla yo me paso a Melville y el pobre cree que lo estoy
escuchando. De la misma manera, si me gusta una chica puedo abstraerle la ropa
apenas entra en mi campo visual, y mientras me habla de lo fría que está la
mañana yo me paso largos minutos admirándole el ombliguito. A veces es casi
malsana esta facilidad que tengo.
El lunes pasado fueron las
orejas. A la hora de entrada era extraordinario el número de orejas que se
desplazaban en la galería de entrada. En mi oficina encontré seis orejas; en la
cantina, a mediodía, había más de quinientas, simétricamente ordenadas en
dobles filas. Era divertido ver de cuando en cuando dos orejas que remontaban,
salían de la fila y se alejaban. Parecían alas.
El martes elegí algo que
creía menos frecuente: los relojes de pulsera. Me engañé, porque a la hora del
almuerzo pude ver cerca de doscientos que sobrevolaban las mesas con un
movimiento hacia atrás y adelante, que recordaba particularmente la acción de
seccionar un bistec. El miércoles preferí (con cierto embarazo) algo más
fundamental, y elegí los botones. ¡Oh espectáculo! El aire de la galería lleno
de cardúmenes de ojos opacos que se desplazaban horizontalmente, mientras a los
lados de cada pequeño batallón horizontal se balanceaban pendularmente dos,
tres o cuatro botones. En el ascensor la saturación era indescriptible:
centenares de botones inmóviles, o moviéndose apenas, en un asombroso cubo
cristalográfico. Recuerdo especialmente una ventana (era por la tarde) contra
el cielo azul. Ocho botones rojos dibujaban una delicada vertical, y aquí y
allá se movían suavemente unos pequeños discos nacarados y secretos. Esa mujer
debía ser tan hermosa.
El miércoles era de
ceniza, día en que los procesos digestivos me parecieron ilustración adecuada a
la circunstancia, por lo cual a las nueve y media fui mohíno espectador de la
llegada de centenares de bolsas llenas de una papilla grisácea, resultante de
la mezcla de corn-flakes, café con leche y medialunas. En la cantina vi cómo
una naranja se dividía en prolijos gajos, que en un momento dado perdían su
forma y bajaban uno tras otro hasta formar a cierta altura un depósito
blanquecino. En ese estado la naranja recorrió el pasillo, bajó cuatro pisos y,
luego de entrar en una oficina, fue a inmovilizarse en un punto situado entre
los dos brazos de un sillón. Algo más lejos se veían en análogo reposo un
cuarto de litro de té cargado. Como curioso paréntesis (mi facultad de
abstracción suele ejercerse arbitrariamente) podía ver además una bocanada de
humo que se entubaba verticalmente, se dividía en dos translúcidas vejigas,
subía otra vez por el tubo y luego de una graciosa voluta se dispersaba en barrocos
resultados. Más tarde (yo estaba en otra oficina) encontré un pretexto para
volver a visitar la naranja, el té y el humo. Pero el humo había desaparecido,
y en vez de la naranja y el té había dos desagradables tubos retorcidos. Hasta
la abstracción tiene su lado penoso; saludé a los tubos y me volví a mi
despacho. Mi secretaria lloraba, leyendo el decreto por el cual me dejaban
cesante. Para consolarme decidí abstraer sus lágrimas, y por un rato me deleité
con esas diminutas fuentes cristalinas que nacían en el aire y se aplastaban en
los biblioratos, el secante y el boletín oficial. La vida está llena de
hermosuras así.
EL DIARIO A DIARIO
Un señor toma el tranvía
después de comprar el diario y ponérselo bajo el brazo. Media hora más tarde
desciende con el mismo diario bajo el mismo brazo.
Pero ya no es el mismo
diario, ahora es un montón de hojas impresas que el señor abandona en un banco
de plaza.
Apenas queda solo en el
banco, el montón de hojas impresas se convierte otra vez en un diario, hasta
que un muchacho lo ve, lo lee y lo deja convertido en un montón de hojas
impresas.
Apenas queda solo en el
banco, el montón de hojas impresas se convierte otra vez en un diario, hasta
que una anciana lo encuentra, lo lee y lo deja convertido en un montón de hojas
impresas. Luego se lo lleva a su casa y en el camino lo usa para empaquetar
medio kilo de acelgas, que es para lo que sirven los diarios después de estas
excitantes metamorfosis.
A un señor le cortaron la
cabeza, pero como después estalló una huelga y no pudieron enterrarlo, este
señor tuvo que seguir viviendo sin cabeza y arreglárselas bien o mal.
En seguida notó que cuatro
de los cinco sentidos se le habían ido con la cabeza. Dotado solamente de
tacto, pero lleno de buena voluntad, el señor se sentó en un banco de la plaza
Lavalle y tocaba las hojas de los árboles una por una, tratando de
distinguirlas y nombrarlas. Así, al cabo de varios días pudo tener la certeza
de que había juntado sobre sus rodillas una hoja de eucalipto, una de plátano,
una de magnolia foscata y una piedrita verde.
Cuando el señor advirtió
que esto último era una piedra verde, pasó un par de días muy perplejo. Piedra
era correcto y posible, pero no verde. Para probar imaginó que la piedra era
roja, y en el mismo momento sintió como una profunda repulsión, un rechazo de
esa mentira flagrante, de una piedra roja absolutamente falsa, ya que la piedra
era por completo verde y en forma de disco, muy dulce al tacto.
Cuando se dio cuenta de
que además la piedra era dulce, el señor pasó cierto tiempo atacado de gran
sorpresa. Después optó por la alegría, lo que siempre es preferible, pues se
veía que, a semejanza de ciertos insectos que regeneran sus partes cortadas,
era capaz de sentir diversamente. Estimulado por el hecho abandonó el banco de
la plaza y bajó por la calle Libertad hasta la Avenida de Mayo, donde como es
sabido proliferan las frituras originadas en los restaurantes españoles.
Enterado de este detalle que le restituía un nuevo sentido, el señor se
encaminó vagamente hacia el este o hacia el oeste, pues de eso no estaba
seguro, y anduvo infatigable, esperando de un momento a otro oír alguna cosa,
ya que el oído era lo único que le faltaba. En efecto, veía un cielo pálido
como de amanecer, tocaba sus propias manos con dedos húmedos y uñas que se
hincaban en la piel, olía como a sudor y en la boca tenía gusto a metal y a
coñac. Sólo le faltaba oír, y justamente entonces oyó, y fue como un recuerdo,
porque lo que oía era otra vez las palabras del capellán de la cárcel, palabras
de consuelo y esperanza muy hermosas en sí, lástima que con cierto aire de
usadas, de dichas muchas veces, de gastadas a fuerza de sonar y sonar.
PROGRESO Y RETROCESO
Inventaron un cristal que
dejaba pasar las moscas. La mosca venía, empujaba un poco con la cabeza y, pop,
ya estaba del otro lado. Alegría enormísima de la mosca.
Todo lo arruinó un sabio
húngaro al descubrir que la mosca podía entrar pero no salir, o viceversa, a causa
de no se sabe qué macana en la flexibilidad de las fibras de este cristal, que
era muy fibroso. En seguida inventaron el cazamoscas con un terrón de azúcar dentro, y muchas
moscas morían desesperadas. Así acabó toda posible confraternidad con estos animales
dignos de mejor suerte.
HISTORIA VERÍDICA
A un señor se le caen al
suelo los anteojos, que hacen un ruido terrible al chocar con las baldosas. El
señor se agacha afligidísimo porque los cristales de anteojos cuestan muy caro,
pero descubre con asombro que por milagro no se le han roto.
Ahora este señor se siente
profundamente agradecido y comprende que lo ocurrido vale por una advertencia
amistosa, de modo que se encamina a una casa de óptica y adquiere en seguida un
estuche de cuero almohadillado doble protección, a fin de curarse en salud. Una
hora más tarde se le cae el estuche, y al agacharse sin mayor inquietud
descubre que los anteojos se han hecho polvo. A este señor le lleva un rato
comprender que los designios de la Providencia son inescrutables y que en
realidad el milagro ha ocurrido ahora.
PROPIEDADES DE UN SILLÓN
En casa del Jacinto hay un
sillón para morirse.
Cuando la gente se pone
vieja, un día la invitan a sentarse en el sillón, que es un sillón como todos
pero con una estrellita plateada en el centro del respaldo. La persona invitada
suspira, mueve un poco las manos como si quisiera alejar la invitación y
después va a sentarse en el sillón y se muere.
Los chicos, siempre
traviesos, se divierten en engañar a las visitas en ausencia de la madre, y las
invitan a sentarse en el sillón. Como las visitas están enteradas, pero saben
que de eso no se debe hablar, miran a los chicos con gran confusión y se
excusan con palabras que nunca se emplean cuando se habla con los chicos, cosa
que a éstos los regocija extraordinariamente. Al final las visitas se valen de
cualquier pretexto para no sentarse, pero más tarde la madre se da cuenta de lo
sucedido y a la hora de acostarse hay palizas terribles. No por eso
escarmientan, de cuando en cuando consiguen engañar a alguna visita cándida y
la hacen sentarse en el sillón. En esos casos los padres disimulan, pues temen
que los vecinos lleguen a enterarse de las propiedades del sillón y vengan a
pedirlo prestado para hacer sentar a una u otra persona de su familia o
amistad. Entre tanto los chicos van creciendo y llega un día en que sin saber
por qué dejan de interesarse por el sillón y las visitas. Más bien evitan
entrar en la sala, hacen un rodeo por el patio, y los padres, que ya están muy
viejos, cierran con llave la puerta de la sala y miran atentamente a sus hijos
como queriendo leer en su pensamiento. Los hijos desvían la mirada y dicen que ya
es hora de comer o de acostarse. Por las mañanas el padre se levanta el primero
y va siempre a mirar si la puerta de la sala sigue cerrada con llave, o si
alguno de los hijos no ha abierto la puerta para que se vea el sillón desde el
comedor, porque la estrellita de plata brilla hasta en la oscuridad y se la ve
perfectamente desde cualquier parte del comedor.
DISCURSO DEL OSO
Soy el oso de los caños de
la casa, subo por los caños en las horas de silencio, los tubos de agua
caliente, de la calefacción, del aire fresco, voy por los tubos de departamento
en departamento y soy el oso que va por los caños.
Creo que me estiman porque
mi pelo mantiene limpios los conductos, incesantemente corro por los tubos y
nada me gusta más que pasar de piso en piso resbalando por los caños. A veces
saco una pata por la canilla y la muchacha del tercero grita que se ha quemado,
o gruño a la altura del horno del segundo y la cocinera Guillermina se queja de
que el aire tira mal. De noche ando callado y es cuando más ligero ando, me
asomo al techo por la chimenea para ver si la luna baila arriba, y me dejo
resbalar como el viento hasta las calderas del sótano. Y en verano nado de
noche en la cisterna picoteada de estrellas, me lavo la cara primero con una
mano, después con la otra, después con las dos juntas, y eso me produce una
grandísima alegría.
Entonces resbalo por todos
los caños de la casa, gruñendo contento, y los matrimonios se agitan en sus
camas y deploran la instalación de las tuberías. Algunos encienden la luz y
escriben un papelito para acordarse de protestar cuando vean al portero. Yo
busco la canilla que siempre queda abierta en algún piso; por allí saco la
nariz y miro la oscuridad de las habitaciones donde viven esos seres que no
pueden andar por los caños, y les tengo algo de lástima al verlos tan torpes y
grandes, al oír cómo roncan y sueñan en voz alta, y están tan solos. Cuando de
mañana se lavan la cara, les acaricio las mejillas, les lamo la nariz y me voy,
vagamente seguro de haber hecho bien.
APLASTAMIENTO DE LAS GOTAS
Yo no sé, mira, es
terrible cómo llueve. Llueve todo el tiempo, afuera tupido y gris, aquí contra
el balcón con goterones cuajados y duros, que hacen plaf y se aplastan como
bofetadas uno detrás de otro qué hastío. Ahora aparece una gotita en lo alto
del marco de la ventana; se queda temblequeando contra el cielo que la triza en
mil brillos apagados, va creciendo y se tambalea, ya va a caer y no se cae,
todavía no se cae. Está prendida con todas las uñas, no quiere caerse y se la
ve que se agarra con los dientes mientras le crece la barriga; ya es una gotaza
que cuelga majestuosa, y de pronto zup, ahí va, plaf, deshecha, nada, una
viscosidad en el mármol.
Pero las hay que se
suicidan y se entregan en seguida, brotan en el marco y ahí mismo se tiran; me
parece ver la vibración del salto, sus piernitas desprendiéndose y el grito que
las emborracha en esa nada del caer y aniquilarse. Tristes gotas, redondas
inocentes gotas. Adiós gotas. Adiós.
LAS LÍNEAS DE LA MANO
De una carta tirada sobre
la mesa sale una línea que corre por la plancha de pino y baja por una pata.
Basta mirar bien para descubrir que la línea continúa por el piso de parqué,
remonta el muro, entra en una lámina que reproduce un cuadro de Boucher, dibuja
la espalda de una mujer reclinada en un diván y por fin escapa de la habitación
por el techo y desciende en la cadena del pararrayos hasta la calle. Ahí es
difícil seguirla a causa del tránsito, pero con atención se la verá subir por
la rueda del autobús estacionado en la esquina y que lleva al puerto. Allí baja
por la media de nilón cristal de la pasajera más rubia, entra en el territorio
hostil de las aduanas, rampa y repta y zigzaguea hasta el muelle mayor y allí
(pero es difícil verla, sólo las ratas la siguen para trepar a bordo) sube al
barco de turbinas sonoras, corre por las planchas de la cubierta de primera
clase, salva con dificultad la escotilla mayor y en una cabina, donde un hombre
triste bebe coñac y escucha la sirena de partida, remonta por la costura del
pantalón, por el chaleco de punto, se desliza hasta el codo y con un último
esfuerzo se guarece en la palma de la mano derecha, que en ese instante
empieza a cerrarse sobre la culata de una pistola.
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