EL OPTIMISMO IDIOTA
Ser pesimista no es
justamente la mejor actitud para sobrellevar dignamente los obstáculos y
conflictos que suele depararnos el oficio de vivir. Verlo todo nublado y con
poco entusiasmo, no nos facilitará soluciones creativas ni salidas apropiadas
cuando necesitemos enfrentar disyuntivas o decidir la opción más apropiada. De
modo que una buena dosis de optimismo siempre es propicia para resolver
cualquier situación más o menos crítica. Seguramente, hasta aquí, muchos
estaremos de acuerdo.
La cuestión cambia cuando
el optimismo se transforma en un comportamiento obligado, impuesto por una
sociedad banal que rechaza todo aquello que pueda incomodar su superficial modo
de disfrutar. Entonces, el optimista
mientras no se entera no sufre, porque su optimismo debe estar protegido de
malas noticias, alejado de conflictos lejanos o no demasiado cercanos o,
simplemente, del mal momento que está pasando alguien que turba su armonía
cuando le confía sus problemas y necesita una ayuda que le crea un compromiso
que no desea asumir, porque debe preservar su sagrado optimismo.
Y la cuestión vuelve a cambiar
cuando el que sufre es él, el inefable optimista, ahora necesitado de
comprensión, que se enfrenta a la dura realidad de los que, después de cumplir
con un par de frases tópicas, huyen apresuradamente dispuestos a preservar como
sea sus sagrados optimismos.
Es que el optimismo puede
ser una forma de egoísmo o una moda como “lo gourmet”, o como exhibirse públicamente desnudo o usar barba, salir
del armario para declararse bisexual y vender intimidades propias y ajenas, ser
popular sin denotar ninguna cualidad, adorar el dogma incontestable de la
ciencia, aparentar ser sexualmente desinhibido, ser emprendedor o retrógrado,
conmemorar mecánicamente el día de cualquier cosa, ser tolerante o fanático o machista
o solidario o xenófobo o homofóbico o adherir a cualquiera o a todas las fobias
y filias que se usen, según las circunstancias y conveniencias. Y lo más
importante, estar claramente clasificado y etiquetado, aunque esto pueda
cambiar de pronto y sin aviso para poder continuar formando parte de la
supuesta modernidad o posmodernidad, o lo que la moda y los intereses de unos
pocos indiquen.
Repito: creo que el
optimismo es positivo y, sobre todo, ayuda a sobrevivir a situaciones muy
difíciles, al igual que sucede con el humor. Pero ¿se puede ser siempre
optimista y al tiempo consciente de las miserias éticas y morales de la época
que nos toca vivir?; ¿se puede ser siempre optimista comprobando como se
deteriora el planeta que tan mal habitamos?; ¿se puede ser optimista al borde
del abismo?
No tenemos que negarnos a
experimentar dolor, tristeza, melancolía, incertidumbre, desazón o pesimismo, porque
si bien estos sentimientos no deben paralizarnos e impedirnos avanzar por la
vida, son propios de nuestra naturaleza humana, como lo son el amor, la ilusión,
la alegría, el entusiasmo o, por supuesto, el optimismo.
Desconfiemos de lo que pretendan
imponernos a ultranza, como si de un dogma o una fórmula mágica se tratara.
Vivir y sentir es más
complejo, incluso más contradictorio que un dogma.
Hoy he elegido destacar a
los artistas, creadores de magias y misterios, descubridores y transformadores
de realidades e irrealidades, constructores de utopías imprescindibles para el
alma.
Hoy quiero homenajear
a los que con sus cuerpos conquistan
el aire en un alarde de ingravidez y plasticidad;
a los que nos ofrecen la
posibilidad de conocer y disfrutar múltiples y contrastadas bellezas;
a los que imaginan con sus
manos espacios, formas y colores en libertad;
a los que mediante voces
sencillas o rigurosamente elaboradas nos cuentan emociones y sentimientos;
a los que modulan sonidos
para acompañar y embellecer el silencio;
a los que juegan a
inventar imágenes a partir de palabras y palabras a partir de imágenes;
a los que desde la risa o
el llanto logran conducirnos hasta la conciencia y la reflexión;
a los que nos incitan a la
contemplación, la exaltación o el asombro;
a los que saben que lo
práctico y lo utilitario suelen ser enemigos del arte;
a los que sienten que es
mejor morir de pasión que de rutina, aburrimiento o indiferencia.
Silvina Ocampo
El
cuento de hoy es de la escritora argentina SILVINA OCAMPO (1903-1993), esposa
del también escritor Adolfo Bioy Casares (1914-1999).
LAS FOTOGRAFÍAS
Llegué con mis regalos. Saludé a Adriana. Estaba sentada en el centro del
patio, en una silla de mimbre, rodeada por los invitados. Tenía una falda muy
amplia, de organdí blanco, con un viso almidonado, cuya puntilla se asomaba al
menor movimiento, una vincha de metal plegadizo, con flores blancas, en el
pelo, unos botines ortopédicos de cuero y un abanico rosado en la mano.
Aquella vocación por la desdicha que yo había descubierto en ella mucho antes
del accidente no se notaba en su rostro.
Estaba la Clara, estaban Rossi, el
Cordero, Perfecto y Juan, Albina Renato, María la de los anteojos, el Bodoque
Acevedo con su nueva dentadura, los tres pibes de la finada, un rubio que
nadie me presentó y la desgraciada de Humberta. Estaban Luqui, el Enanito y el chiquilín que fue novio de Adriana, y que ya no le hablaba. Me mostraron los
regalos: estaban dispuestos en una repisa del dormitorio. En el patio, debajo
de un toldo amarillo, habían puesto la mesa, que era muy larga: la cubrían dos
manteles. Los sándwiches de verdura y de jamón y las tortas muy bien
elaboradas, despertaron mi apetito. Media docena de botellas de sidra, con sus
vasos correspondientes, brillaban sobre la mesa. Se me hacía agua la boca. Un
florero con gladiolos anaranjados y otro con claveles blancos adornaban las
cabeceras. Esperábamos la llegada de Spirito, el fotógrafo: no teníamos que
sentarnos a la mesa ni destapar las botellas de sidra, ni tocar las tortas,
hasta que él llegara.
Para hacernos reír, Albina Renato bailó
La muerte del cisne. Estudia bailes clásicos, pero bailaba en broma.
Hacía calor y había moscas. Las flores de
las catalpas ensuciaban las baldosas del patio. Los hombres con los
periódicos, las mujeres con pantallas improvisadas o abanicos, todo el mundo
se abanicaba o abanicaba las tortas y sándwiches. La desgraciada de Humberta
lo hacía con una flor, para llamar la atención. Qué aire puede dar, por mucho
que se agite, una flor.
Durante una hora de expectativa en que
todos nos preguntábamos al oír el timbre de la puerta de calle si llegaba o no
llegaba Spirito, nos entretuvimos contando cuentos de accidentes más o menos
fatales. Algunos de los accidentados habían quedado sin brazos, otros sin
manos, otros sin orejas. "Mal de muchos, consuelo de algunos", dijo
una viejita, refiriéndose a Rossi, que tiene un ojo de vidrio. Adriana
sonreía. Los invitados seguían entrando. Cuando llegó Spirito se destapó la
primera botella de sidra. Por supuesto que nadie la probó. Se sirvieron varias
copas y se inició el larguísimo preludio al esperado brindis.
En la primera fotografía, Adriana, a la
cabecera de la mesa, trataba de sonreír con sus padres. Dio mucho trabajo
colocar bien el grupo, que no armonizaba: el padre de Adriana era corpulento y
muy alto, los padres fruncían mucho el entrecejo, sosteniendo en alto las copas. La
segunda fotografía no dio menos trabajo: los hermanitos, las tías y la abuela
se agrupaban desordenadamente alrededor de Adriana, tapándole la cara. El pobre
Spirito tenía que esperar pacientemente el momento de sosiego, en que todos
ocupaban el lugar por él indicado. En la tercera fotografía, Adriana blandía el
cuchillo para cortar la torta que llevaba escrito con merengue rosado su
nombre, la fecha de su cumpleaños y la palabra FELICIDAD, salpicada de
grageas.
-Tendría que ponerse de pie -dijeron los
invitados.
La tía objetó:
-Y si los pies salen mal.
-No se aflija -respondió el amable
Spirito-, si quedan mal, después se los corto.
Adriana hizo una mueca de dolor y el
pobre Spirito tuvo que fotografiarla de nuevo, hundida en su silla, entre los
invitados. En la cuarta fotografía, sólo los niños rodeaban a Adriana; les
permitieron mantener las copas en alto, imitando a los mayores. Los niños dieron
menos trabajo que los grandes. El momento más difícil no había terminado.
Había que llevar a Adriana al dormitorio de su abuela para que le sacaran las
últimas fotografías. Entre dos hombres la cargaron en la silla de mimbre y la
pusieron en el cuarto, con los gladiolos y los claveles. Allí la sentaron en un
diván, entre varios almohadones superpuestos. En el dormitorio, que medía
cinco metros por seis, había aproximadamente quince personas, enloqueciendo al
pobre Spirito, dándole indicaciones y aconsejando a Adriana las posturas que
debía adoptar. Le arreglaban el pelo, le cubrían los pies, le agregaban
almohadones, le colocaban flores y abanicos, le levantaban la cabeza, le
abotonaban el cuello, le ponían polvos, le pintaban los labios. No se podía ni
respirar. Adriana sudaba y hacía muecas. El pobre Spirito esperó más de media
hora, sin decir una palabra; luego, con muchísimo tacto, sacó las flores que
habían colocado a los pies de Adriana, diciendo que la niña estaba de blanco y
que los gladiolos anaranjados desentonaban con el conjunto. Con santa paciencia,
Spirito repitió la consabida amenaza:
-Ahora va a salir un pajarito.
Encendió las lámparas y sacó la quinta
fotografía, que terminó en un trueno de aplausos. Desde afuera, la gente decía:
-Parece una novia, parece una verdadera
novia. Lástima los botines.
La tía de Adriana pidió que fotografiaran
a la niña con el abanico de su suegra en la mano. Era un abanico con encaje
de Alenzón, con lentejuelas, y cuyas varillas de nácar tenían pequeñas pinturas
hechas a mano. El pobre Spirito no juzgó de buen gusto introducir en la
fotografía de una niña de catorce años un abanico negro y triste, por valioso
que fuera. Tanto insistieron, que aceptó. Con un clavel blanco en una mano y
el abanico negro en la otra, salió Adriana en la sexta fotografía. La séptima
fotografía motivó discusiones: si se sacaría en el interior del cuarto o en el
patio, junto al abuelo maniático, que no quería moverse de su rincón. La Clara
dijo:
-Si es el día más feliz de su vida, cómo
no la van a fotografiar junto al abuelo, que tanto la quiere. Luego explicó:
-Desde hace un año esta niña se ha debatido entre los brazos de la muerte, ha
quedado paralítica.
La
tía declaró:
-Nos hemos desvivido por salvarla,
durmiendo a su lado en los pisos de baldosa de los hospitales, dándole nuestra
sangre en transfusiones, y ahora, en el día de su cumpleaños, vamos a
descuidar el momento más solemne del banquete, olvidando de ponerla en el grupo
más importante, junto a su abuelo, que siempre fue su preferido.
Adriana se quejaba. Creo que pedía un
vaso de agua, pero estaba tan agitada que no podía pronunciar ninguna palabra;
además, el estruendo que hacía la gente al moverse y al hablar hubiera sofocado
sus palabras, si ella las hubiera pronunciado. Dos hombres la llevaron de
nuevo, en la silla de mimbre, al patio y la pusieron junto a la mesa. En ese
momento se oyó de un altoparlante la canción ritual de Feliz cumpleaños.
Adriana en la cabecera de la mesa, al lado del abuelo y de la torta con
velitas, posó para la séptima fotografía con mucha serenidad. La desgraciada
de Humberta logró introducirse en el retrato en primer plano, con sus omóplatos
descubiertos y despechugada como siempre. La acusé en público por la
intromisión y aconsejé al fotógrafo que repitiera la fotografía, lo que hizo
de buen grado. Resentida, la desgraciada de Humberta se fue a un rincón del
patio; el rubio que nadie me presentó la siguió y para consolarla le sopló algo
al oído. Si no hubiera sido por esa desgraciada la catástrofe no habría
sucedido. Adriana estaba a punto de desmayarse, cuando la fotografiaron de
nuevo. Todos me lo agradecieron. Destaparon las botellas de sidra; las copas
rebalsaban de espuma. Cortaron las dos tortas en tajadas grandotas, que se
repartieron en cada plato. Estas cosas llevan tiempo y atención. Algunas copas
se volcaron sobre el mantel: dicen que trae suerte. Con la punta de los dedos
nos humedecimos la frente. Algunos mal educados habían bebido ya la sidra
antes del brindis. La desgraciada de Humberta dio el ejemplo, y le pasó la copa
al rubio. No fue sino más tarde, cuando probamos la torta y brindamos a la
salud de Adriana, que advertimos que estaba dormida. La cabeza colgaba de su
cuello como un melón. No era extraño que siendo aquella su primera salida del
hospital, el cansancio y la emoción la hubieran vencido. Algunas personas se
rieron, otras se acercaron y le golpearon la espalda para despertarla. La
desgraciada de Humberta, esa aguafiestas, la zarandeó de un brazo y le gritó:
-Estás helada.
Ese pájaro de mal agüero, dijo:
-Está muerta.
Algunas personas alejadas de la cabecera,
creyeron que se trataba de una broma y dijeron:
-Como para no estar muerta con este día.
El Bodoque Acevedo no soltaba su copa.
Todos dejaron de comer, salvo Luqui y el Enanito. Otros, disimuladamente,
guardaban trozos de torta estrujada y sin merengue en el bolsillo. ¡Qué
injusta es la vida! ¡En lugar de Adriana, que era un angelito, hubiera podido
morir la desgraciada de Humberta!
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