LAS BREVES PALABRAS - XXXIV




LO IDEAL


Lo ideal suele ser una rígida lista imaginaria de deseos, propósitos, sucesos y situaciones que deberían encajar perfectamente, a modo de puzle, para que cada etapa de la vida funcione sin sobresaltos, dentro de las convenciones establecidas que supuestamente determinan la felicidad para una sociedad que detesta los contratiempos, los cambios, las transformaciones y, sobre todo, las exigencias y los mecanismos necesarios para afrontar lo imprevisto y adaptarse a lo nuevo no planificado.  

Lo ideal es nacer en primavera, por eso de los brotes nuevos, las flores, los pajaritos y el buen tiempo que protege de enfriamientos y alegra la vida. Aunque ¿quién puede garantizar que se manifiesten las cualidades de la primavera en el momento justo de dar el primer berrido y nos reciba, en realidad, una temporada de tormentas tremebundas y helados vientos ciclónicos que arrasen sin piedad con los brotes, las flores y los pajaritos?

Lo ideal es formar parte de una buena familia, con la economía saneada, nobles valores morales, una rigurosa planificación del futuro y un indiscutible respeto por las tradiciones. Aunque ¿quién puede garantizar que nada se tuerza de improviso, y todas las prevenciones y rutinas naufraguen en un caos que nadie esté preparado para enfrentar?

Lo ideal es ser un bebé que respeta los horarios, sereno y rozagante, gracioso y oportuno, al que todos mimarán efusivamente, besarán hasta el agotamiento y festejarán constantemente, sobrevalorando sus intentos de verticalidad, sonidos guturales, gritos descontrolados, torpes manotazos, vacilantes gateos y primeros pasos que al fin lo conducirán a balbucear supuestas palabras de incomprensible significado que lo transformarán en un niño más o menos completo. Aunque ¿quién puede garantizar que el encantador bebé llegue a ser un adulto sereno y rozagante, gracioso y oportuno?

Lo ideal es ser un alumno aplicado pero discreto, para no ser envidiado y maltratado por los compañeritos. Respetuoso y obediente para ser bien evaluado por los maestros. Disciplinado, organizado y eficaz para ser amado y exhibido como ejemplo por los padres. Aunque ¿quién puede garantizar que la voluntad y la constancia colaboren para el logro de tantos objetivos virtuosos?

Lo ideal es transitar una adolescencia con equilibradas dosis de rebeldía, apasionamiento y algo de idealismo, unas gotas de romanticismo utópico, informalidad, despiste y ojeras. Aunque ¿quién puede garantizar que no se impongan la indiferencia, la pasividad y el egoísmo más rotundo?

Lo ideal es enamorarse del amor, experimentar emociones, sensaciones, perder un poco la cabeza, sufrir a causa de frecuentes pero breves desamores, ilusionarse, soñar. Aunque ¿quién puede garantizar que el amor no se reduzca a satisfacer reiteradas y mecánicas urgencias genitales ajenas a cualquier sentimiento?

Lo ideal es elegir una carrera universitaria que de prestigio y posibilite un trabajo que de dinero para independizarse de mamá y papá, conseguir una novia o un novio (según los casos) que combine adecuadamente con los prestigios de la profesión y el dinero, organizar una boda inolvidable, de las que producen envidia, y por fin, coronando el pastel, formar una familia con niño y niña preciosos, rubios y fotogénicos. Aunque, ¿quién puede garantizar, en esta época, un trabajo estable, un matrimonio duradero y, además, unos niños que no se comporten como autómatas exigiendo a los gritos consumir, consumir y consumir mientras patalean en el suelo de cualquier gran superficie comercial?

Lo ideal es una madurez satisfecha y serena, plácida bajo la protección de una pensión estatal, contándole batallitas a los nietos, participando de divertidas y amables excursiones con otros maduros satisfechos y serenos con quienes recordar tiempos pasados, para contarles más batallitas a los nietos, y así sucesivamente y otra vez sucesivamente. Aunque, ¿quién puede garantizar que una vida tantas veces frustrada por ideales sin garantía pueda llegar a ser satisfecha y serena, con pensión estatal y nietos autómatas capaces de enterarse de algo que no gire alrededor de sus rutinarios y monótonos ombligos?

Lo ideal, en realidad, es aceptar y asumir que lo ideal no ha existido, ni existe ni existirá jamás. Como tampoco existe la seguridad ni garantías sobre nada ni sobre nadie. Porque todo cambia, evoluciona y se transforma, porque nada es estable ni se mantiene estancado y detenido en el tiempo. Porque todo fluye y nosotros, los brutales e intolerantes, y al mismo tiempo, los delicados y sensibles seres humanos también fluimos, nos transformamos y pasamos, integrados en ese todo que realmente no sabemos qué es aunque, a veces, intuimos o percibimos como una fuerza, una energía vital en constante movimiento.

Aclaración final: por favor, no confundir lo ideal con el idealismo. Lo ideal suele ser irreal; el idealismo puede ser el punto de partida de nobles propósitos.




 Miguel de la Quadra-Salcedo

El personaje que he elegido para destacar hoy se llama MIGUEL DE LA QUADRA-SALCEDO (España, 1932-2016).

Nace en Madrid, pero pronto se traslada a Pamplona y se considera vasco-navarro. Como atleta especializado en lanzamiento de disco, martillos o jabalina, gana 9 campeonatos de España y participa en los Juegos Olímpicos de Roma de 1960. Como reportero de guerra trabaja en el Congo, en Vietnam o en el Chile del golpe de Estado de Pinochet. Crea el proyecto Ruta Quetzal o Ruta BBVA, programa de intercambio entre jóvenes de España, Portugal y Latinoamérica. También está al frente de espacios de televisión como “Los reporteros”, “El mundo en acción”, “Primera página” y “A la caza del tesoro”.

Una vida apasionante que se puede definir, en parte, mediante varias reflexiones de su autoría que he seleccionado extraídas de diversas entrevistas.

“No se puede dejar de mirar a los ojos de las personas, de oler la tierra húmeda después de la lluvia o de sentir el aire limpio de las cordilleras. La tecnología nunca logrará transmitir sensaciones, ningún Twitter ni ningún YouTube puede sustituir eso”.

“La globalización sin cultura es un desastre porque aniquila”.

“La globalización es como un bumerán. Nos ayuda muchísimo, pero esconde el mal de la ruptura con el humanismo”.

“Vivimos empachados de bienestar, rodeados de aparatejos que no nos hacen la vida más feliz. Hay que tener menos y necesitar también menos”.

“Todo lo necesario que hay que saber sobre el medio ambiente y la defensa de la naturaleza está en libros escritos hace cientos de años.”

“A los 82 años me sigo considerando un adolescente en pleno proceso de maduración, me queda mucho por aprender y descubrir”.

“La mayor y más emocionante expedición que podemos realizar es hacia dentro de uno mismo”.

“Por la noche me da pena dormir”.

El pensamiento de Miguel de la Quadra-Salcedo puede ayudarnos a producir el cambio que todos necesitamos para crear un mundo mejor.








 Silvina Ocampo


Las poesías y los cuentos de hoy vuelven a ser de la escritora argentina Silvina Ocampo (1903-1993), esposa del también escritor Adolfo Bioy Casares (1914-1999).




Siesta

A Ayax

Con la pata del perro entre mi mano
dormí una aciaga siesta aquella tarde.
No había nadie y en el viento que arde
susurraba la fiel voz del verano,
mas sentí que la calma de mi perro
pasaba por mi brazo hasta mis ojos
volviendo en rosa los colores rojos,
en suaves plumas la cama de hierro,
y me dormí como si no existiera
otra felicidad que aquel momento,
otra persona que aquel perro atento
que dormía mi siesta en una estera.




Diálogo

 
Te hablaba del jarrón azul de loza,
de un libro que me habían regalado,
de las Islas Niponas, de un ahorcado,
te hablaba, qué sé yo, de cualquier cosa.
Me hablabas de los pampas grass con plumas,
de un pueblo donde no quedaba gente,
de las vías cruzadas por un puente,
de la crueldad de los que matan pumas.

Te hablaba de una larga cabalgata,
de los baños de mar, de las alturas,
de alguna flor, de algunas escrituras,
de un ojo en un exvoto de hojalata.

Me hablabas de una fábrica de espejos,
de las calles más íntimas de Almagro,
de muertes, de la muerte de Meleagro.
No sé por qué nos íbamos tan lejos.

Temíamos caer violentamente
en el silencio como en un abismo
y nos mirábamos con laconismo
como armados guerreros frente a frente.
Y mientras proseguían los catálogos
de largas, toscas enumeraciones,
hablábamos con muchas perfecciones
no sé en qué aviesos, simultáneos diálogos.




Los funámbulos

 
Vivían en la oscuridad de corredores fríos donde se establecen co­rrientes de aire producidas por las plantas de los patios. Tenían al­mas de funámbulos jugando con los arcos en los patios consecutivos de la casa. No sentían esa pasión desesperada de todos los chicos por tirar piedras y por recoger huevos celestes de urraca en los ár­boles. Cipriano y Valerio —Cipriano y Valerio los llamaba sin oírlos la planchadora sorda, que rompía la mesa de planchar con sus gol­pes—. Cipriano y Valerio eran sus hijos, y cada vez se volvían más desconocidos para ella; tenían designios oscuros que habían naci­do en un libro de cuentos de saltimbanquis, regalado por los dueños de casa.

Cipriano saltaba a través de los arcos con galope de caballo blanco, y Valerio de vez en cuando hacía equilibrio sobre una silla rota y escondía cuidadosamente su afición por las muñecas. No comprendía por qué los varones no tenían que jugar con muñecas. No había sabido que era una cosa prohibida hasta el día en que se había abrazado de una muñeca rota en el borde de la vereda y la ha­bía recogido y cuidado en sus brazos con un movimiento de canción. En ese momento lo atravesaron cinco risas de chicas que pasaban —y su madre lo llamó, y con el mismo gesto de tirar la basura le arrancó la muñeca—. Cipriano había aumentado ampliamente su ver­güenza con sus lágrimas.

La planchadora Clodomira rociaba la ropa blanca con su mano en flor de regadera y de vez en cuando se asomaba sobre el patio pa­ra ver jugar a los muchachos que ostentaban posturas extraordina­rias en los marcos de las ventanas. Nunca sabía de qué estaban ha­blando y cuando interrogaba los labios una inmovilidad de cera se implantaba en las bocas movibles de sus hijos. Era una admirable planchadora; los plegados de las camisas se abrían como grandes flo­res blancas en las canastas de ropa recién planchada, y planchaba sin mirar la ropa, mirando las bocas de sus hijos. Detrás de las ca­bezas se elaboraba algún extraño proyecto que largamente trató de adivinar en el movimiento de los labios, hasta que acabó por acos­tumbrarse un poco a esa puerta cerrada que había entre ella y sus hijos. Por las mañanas, los dos chicos iban al colegio, pero las tardes estaban llenas de juegos en el patio, de lecturas en los rincones del cuarto de plancha, de pruebas en imaginarios trapecios que la ma­dre empezaba a admirar.

Cipriano había ido al circo un día con su madre. Durante el en­treacto fueron a visitar los animales. Cuando volvieron, al cruzar delante de la pista Cipriano sintió el vértigo de altura que había sentido en la azotea de la casa adonde raras veces lo habían dejado subir. Soltó la mano de su madre y corrió hacia adentro del picade­ro, dio vueltas de caballo furioso, dio vueltas de carnero de pruebis­ta, se colgó de un alambre de trapecista, se dio golpes de clown. Y todo eso con una rapidez vertiginosa en medio de una lluvia de aplausos. Todo el público lo aplaudía. Cipriano, deslumbrado en las estrellas de sus golpes, era el caballo blanco de la bailarina, el prue­bista de saltos mortales con diez pruebistas encima de su cabeza, el trapecista de puros brazos con alas que atraviesan el aire para lue­go caer en la red elástica sobre un colchón enorme, donde duermen los trapecistas. Su madre lo llamaba por entre el tumulto de aplau­sos: ¡Cipriano, Cipriano! y se creyó muda, con su hijo perdido para siempre. Hasta que un acomodador se lo trajo lleno de moretones y bañado en sudor. El público sonreía por todas partes y Clodomira sintió su terror furioso transformarse súbitamente en admiración que la hizo temer un poco a su hijo como a un ser desconocido y pri­vilegiado.

Cuando llegaron de vuelta a la casa, Valerio, que estaba enfermo con la cabeza tapada dentro de las sábanas, asomó los ojos y vio to­do el espectáculo glorioso del circo desenrollarse como una alfombra en los cuentos de Cipriano. Cipriano llevaba un nimbo alrededor de su cara del color de la arena de la pista, sus moretones adquirían for­mas extrañas de tatuajes sobre sus brazos.

Cipriano vivió desde ese día para volver al circo, Valerio para que Cipriano volviera al circo. Era a través de su hermano que Va­lerio gozaba todas las cosas, salvo su afición por las muñecas.

El fervor acrobático sin cesar crecía en el cuerpo de Cipriano; llegaron a inventar un traje de saltimbanqui hecho con medias de mujer y camisetas viejas del portero.

Un día no sentían ya el frío de la tarde sobre los brazos desnu­dos. Parados en el borde de una ventana del tercer piso, dieron un salto glorioso y envueltos en un saludo cayeron aplastados contra las baldosas del patio. Clodomira, que estaba planchando en el cuarto de al lado, vio el gesto maravilloso y sintió, con una sonrisa, que de todas las ventanas se asomaban millones de gritos y de bra­zos aplaudiendo, pero siguió planchando. Se acordó de su primera angustia en el circo. Ahora estaba acostumbrada a esas cosas.




Los objetos


Alguien regaló a Camila Ersky, el día que cumplió veinte años, una pulsera de oro con una rosa de rubí. Era una reliquia de familia. La pulsera le gustaba y sólo la usaba en ciertas ocasiones, cuando iba a alguna reunión o al teatro, a una función de gala. Sin embargo, cuando la perdió, no compartió con el resto de la familia el duelo de su pérdida. Por valiosos que fueran, los objetos le parecían reemplazables. Sólo apreciaba a las personas, a los canarios que adornaban su casa y a los perros. A lo largo de su vida creo que lloró por la desaparición de una cadena de plata, con una medalla de la Virgen de Luján, engarzada en oro, que uno de sus novios le había regalado. La idea de ir perdiendo las cosas, esas cosas que fatalmente perdemos, no la apenaba como al resto de su familia o a sus amigas, que eran todas tan vanidosas. Sin lágrimas había visto su casa natal despojarse, una vez por un incendio, otra vez por un empobrecimiento, ardiente como un incendio, de sus más preciados adornos (cuadros, mesas, consolas, biombos, jarrones, estatuas de bronce, abanicos, niños de mármol, bailarines de porcelana, perfumeros en forma de rábanos, vitrinas enteras con miniaturas, llenas de rulos y de barbas), horribles a veces pero valiosos. Sospecho que su conformidad no era un signo de indiferencia y que presentía con cierto malestar que los objetos la despojarían un día de algo muy precioso de su juventud. Le agradaban tal vez más a ella que a las demás personas que lloraban al perderlos. A veces los veía. Llegaban a visitarla como personas, en procesiones, especialmente de noche, cuando estaba por dormirse, cuando viajaba en tren o en automóvil, o simplemente cuando hacía el recorrido diario para ir a su trabajo. Muchas veces le molestaban como insectos: quería espantarlos, pensar en otras cosas. Muchas veces por falta de imaginación se los describía a sus hijos, en los cuentos que les contaba para entretenerlos, mientras comían. No les agregaba ni brillo, ni belleza, ni misterio: no hacía falta.

Una tarde de invierno volvía de cumplir unas diligencias en las calles de la ciudad y al cruzar una plaza se detuvo a descansar en un banco. ¡Para qué imaginar Buenos Aires! Hay otras ciudades con plazas. Una luz crepuscular bañaba las ramas, los caminos, las casas que la rodeaban; esa luz que aumenta a veces la sagacidad de la dicha. Durante un largo rato miró el cielo, acariciando sus guantes de cabritilla manchados; luego, atraída por algo que brillaba en el suelo, bajó los ojos y vio, después de unos instantes, la pulsera que había perdido hacía más de quince años. Con la emoción que produciría a los santos el primer milagro, recogió el objeto. Cayó la noche antes de que resolviera colocar como antaño en la muñeca de su brazo izquierdo la pulsera.
         
Cuando llegó a su casa, después de haber mirado su brazo, para asegurarse de que la pulsera no se había desvanecido, dio la noticia a sus hijos, que no interrumpieron sus juegos, y a su marido, que la miró con recelo, sin interrumpir la lectura del diario. Durante muchos días, a pesar de la indiferencia de los hijos y de la desconfianza del marido, la despertaba la alegría de haber encontrado la pulsera. Las únicas personas que se hubieran asombrado debidamente habían muerto.

Comenzó a recordar con más precisión los objetos que habían poblado su vida; los recordó con nostalgia, con ansiedad desconocida. Como en un inventario, siguiendo un orden cronológico invertido, aparecieron en su memoria la paloma de cristal de roca, con el pico y el ala rotos; la bombonera en forma de piano; la estatua de bronce, que sostenía una antorcha con bombitas de luz; el reloj de bronce; el almohadón de mármol, a rayas celestes, con borlas; el anteojo de larga vista, con empuñadura de nácar; la taza con inscripciones y los monos de marfil, con canastitas llenas de monitos.

Del modo más natural para ella y más increíble para nosotros, fue recuperando paulatinamente los objetos que durante tanto tiempo habían morado en su memoria.

Simultáneamente advirtió que la felicidad que había sentido al principio se transformaba en malestar, en un temor, en una preocupación.

Apenas miraba las cosas, de miedo de descubrir un objeto perdido.
Desde la estatua de bronce con la antorcha que iluminaba la entrada de la casa, hasta el dije con el corazón atravesado con una flecha, mientras Camila se inquietaba, tratando de pensar en otras cosas, en los mercados, en las tiendas, en los hoteles, en cualquier parte, los objetos aparecieron. La muñeca cíngara y el calidoscopio fueron los últimos. ¿Dónde encontró estos juguetes, que pertenecían a su infancia? Me da vergüenza decirlo, porque ustedes, lectores, pensarán que sólo busco el asombro y que no digo la verdad. Pensarán que los juguetes eran otros parecidos a aquéllos y no los mismos, que forzosamente no existirá una sola muñeca cíngara en el mundo ni un solo calidoscopio. El capricho quiso que el brazo de la muñeca estuviera tatuado con una mariposa en tinta china y que el calidoscopio tuviera, grabado sobre el tubo de cobre, el nombre de Camila Ersky.

Si no fuera tan patética, esta historia resultaría tediosa. Si no les parece patética, lectores, por lo menos es breve, y contarla me servirá de ejercicio. En los camarines de los teatros que Camila solía frecuentar, encontró los juguetes que pertenecían, por una serie de coincidencias, a la hija de una bailarina que insistió en canjeárselos por un oso mecánico y un circo de material plástico. Volvió a su casa con los viejos juguetes envueltos en un papel de diario. Varias veces quiso depositar el paquete, durante el trayecto, en el descanso de una escalera o en el umbral de alguna puerta.

No había nadie en su casa. Abrió la ventana de par en par, aspiró el aire de la tarde. Entonces vio los objetos alineados contra la pared de su cuarto, como había soñado que los vería. Se arrodilló para acariciarlos. Ignoró el día y la noche. Vio que los objetos tenían caras, esas horribles caras que se les forman cuando los hemos mirado durante mucho tiempo.

A través de una suma de felicidades Camila Ersky había entrado, por fin, en el infierno.





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1 comentario:

  1. Lo ideal es lo que estoy viviendo ahora,que puede que no se ajuste a lo que piensan los vendedores de vida

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