LAS BREVES PALABRAS - XLIX

 

 

UN FRÁGIL NIÑO RUBIO

 

La religión era para el frágil niño rubio y ondulado, candoroso y pacífico, una contradictoria mezcla de fe y bruscas realidades.

Desde siempre, Dios había permanecido sobre el cabecero de la cama de su madre, colgado de una cruz, sobre un fondo acaramelado de carey donde se reflejaba el paso de los días.

Y era el mismo Dios quien repartía ramos de olivo, en elegantes domingos que el niño rubio compartía con su abuela paterna, antes del gran almuerzo familiar alrededor de la enorme mesa de roble que ocultaba, bajo el mantel, su secreto territorio de aventuras a la hora de la siesta.

Dios aparecía también como un anciano adusto, de barba algodonosa, asomado entre nubes como anunciando “desde aquí todo lo veo, todo lo controlo y todo lo castigo”: “¡ojo conmigo!”

Apropiadas declaraciones para que el abuelo materno, que casi había sido cura, refiriese iracundo “qué padre nuestro ni ocho cuartos, ni vírgenes lúgubres, ni santos inventados, ni beatas chupacirios con olor a parroquia”.

En definitiva, que para la abuela paterna religión significaba formales ceremonias tradicionales y largas sobremesas en familia, mientras que para el abuelo materno “si lograbas conocerte a ti mismo también lograrías el amor de los unos por los otros”.

Y el niño ondulado sabía bien que Dios estaba en todas partes, pero no estaba dispuesto a compartir con Él la prestigiosa escuela que su madre había elegido, donde las monjas le parecían feas y amenazadoras y las rejas cerraban puertas, ventanas y rendijas.

También sabrá el niño que Dios lo vigilaba cuando saboreaba con sigilo los bombones de puro chocolate, rigurosamente prohibidos para su pálido hígado y pertinaces indigestiones, acumulando reiteradas desobediencias que tal vez no tendrían perdón divino.

Aunque el padre Lorenzo, como autorizado intermediario entre el Cielo y los sufridos pecadores, siempre en la cuerda floja, tenía el poder de los perdones y las condenas.  ¿Pero existía acaso mayor condena que cometer pecados con el pensamiento? ¿Cómo evitar pensar qué era lo que no se debía pensar? Y cómo no sufrir el culposo remordimiento de una palabra o un sentimiento prohibido, por ejemplo: “¡qué ganas tengo de comer bombones!” Lo peor será que su rebelde memoria se negará nuevamente, después de una socorrida confesión, a repetir credos, avemarías o mea culpa que podrían salvarlo, evitando así la incertidumbre de no saber si estaba ganándose el cielo o el más irremediable de los infiernos, porque eso de los pecados veniales o mortales parecía ser según la opinión de cada juez.

Por entonces, el confundido niño candoroso se iba volviendo castaño y lacio, frenéticamente curioso y dispuesto a todos los porqués. Uno de éstos, perpetrado en plena clase de catecismo, inició su crisis religiosa: “¿por qué la Virgen es virgen?” “Porque sí, niño”, fue la rotunda respuesta, y como para el niño no existían los porque sí sin pruebas convincentes, su camino hacia el encuentro con Dios fue sembrándose de dudas y desconfianza.

Por fin, la crisis espiritual estalló con estrépito a la hora suprema de esa primera comunión que prometía la conexión directa con la divinidad.  Coros de rubicundos ángeles fogosos, solemnes y “alelúyicas” músicas celestiales, palomas impolutas volando en cámara lenta, dorados resplandores o inefables sentimientos de suprema elevación espiritual, no acudieron a su encuentro ni logró percibirlos en su ansiedad.  La frustración fue tan enorme y definitiva que no pudieron componerla ni los regalos del anhelado festejo familiar, que concluyó con un repentino ataque de llanto que nadie pudo comprender.  Se sentía totalmente estafado, su comunión con Dios había sido una vulgar representación para parientes dispuestos a conmoverse por tradición.  Su abuelo materno sonrió comprensivo y probablemente satisfecho, y ya no pareció tan hereje como pretendía su madre, quien no era especialmente creyente, pero sí cómodamente conservadora y amante de los festejos.

 

 

 
 

Como la fundamental experiencia dejó hondas huellas en su memoria espiritual, años después el niño sin fe evitó la Confirmación oficial de su cristiana tristeza. 

Sin embargo, su natural e indomable inquietud halló una respuesta definitiva en otra Pascua, escuchando la homilía de un obispo que remarcaba la muerte de Jesús en manos de los “perversos” judíos; condenaba la idolatría imperdonable de negros, mestizos y amarillos, y denunciaba las desviaciones sexuales de casi toda la humanidad blanca, que no conforme con la bendición de la reproducción a vasta escala, también quería gozar de los placeres de la mísera carne.  En fin, que los judíos, los negros, los mestizos y amarillos, y los disfrutadores en general serían lógica y debidamente apartados de la diestra del Señor Dios más auténtico, infalible y verdadero del Universo.

Claro que el más allá no deja de turbar si ya sabemos que la muerte comparte nuestras expectativas, y el concreto más acá se presenta como una interminable suma de injusticias y despropósitos.  Poco a poco el silencio de Dios, su eterno silencio, gana en elocuencia, se vuelve omnipresente, y sólo nos queda la vida.  Transitoria, sin respuestas, sin especulaciones existenciales ni justificaciones teológicas.  Sólo la vida, que es mucho más que nuestra capacidad para vivirla.

Ahora mientras trato de concluir estas palabras, intuyo que si la vida fuese Dios, tal vez cada uno de nosotros seríamos proyectos de dioses a la deriva, entre el Cielo y la Tierra prometidos.  Y que cada vida es el sentido y el sinsentido, el bien-mal y la sagrada posibilidad de amar para lograr la única libertad posible.

La madre del niño aquel hace mil años que descolgó el Cristo de carey.  El abuelo, antes de morir, dijo que siempre lo protegería desde el cielo.  La enorme mesa familiar de roble se desvaneció en la indiferencia del tiempo, o tal vez nunca existió.


 


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1 comentario:

  1. Los cuentos de la iglesia son para qué tengamos miedo a la muerte y con este miedo someternos a sus órdenes tengamos cuidado y no perdamos nuestra libertad de pensar y sentir

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